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martes, 10 de septiembre de 2013

Desconocidos


Cuando la lluvia comenzó a golpetear con más fuerza contra los vidrios
caí en la cuenta de que me había quedado dormido.
Era ya tarde y seguíamos desnudos entre las sábanas.
El reloj marcaba la hora con calma,
el tiempo ya no era relevante,
cada minuto se extendía por lapsos tan enormes
que ni siquiera los segundos se sentían.
La única impronta visible entre aquella penumbra
eran las marcas en la piel,
los dientes en la nuca y las uñas en la espalda.
¡Ah, la dulce sensación del silencio!
Sólo la lluvia,
la penumbra, su calor y nuestra humedad.

Mi amante yacía dormida de costado,
su respiración se había calmado ya.
La Noche había llegado,
nos había rodeado con su dulce manto,
sus brazos se extendieron para abrazarnos.
Mi mente divagó de nuevo:
el recordar la agitación del momento,
el cielo cuando comenzó a tronar,
su cuerpo húmedo por la lluvia,
su cabello enmarañado en su rostro,
su lengua ágil al entrar en mi boca,
nuestras manos ansiosas por despojarnos de la ropa,
sus labios apretujados al recibir mi sexo,
sus muslos tersos presionando mi cintura,
sus dedos arañando mi pecho,
sus senos, firmes y sedosos, al vaivén de mi cadera.
Oh, excitación.
¡Ah, mi firme, fuerte y dispuesta excitación!

Aún paladeaba el sabor de su humedad y el cigarrillo,
podría amar esa combinación peligrosa;
había bañado su cuerpo con el whisky
y mi lengua había recorrido cada uno de sus rincones,
hasta el más profundo,
en busca de la última gota de licor;
había terminado con su voz,
ahogándola con mi mano,
no quería que nos descubriesen;
me había secado,
me había quedado agotado encima de su cuerpo,
agitado, extasiado, completamente fascinado por su cooperación.
Mi amante era, pues, una mujer con demasiada empatía.

Después de recorrer con la mirada su cuerpo oculto entre las colchas
miré el reloj; sí, el tiempo ya no era relevante,
había expirado
y pronto se darían cuenta de nuestra ausencia:
debíamos volver.
Mis manos rebuscaron entre sus curvas,
se hundieron en su pecho,
se encontraron con sus pezones
y finalmente jugaron entre sus misteriosos rincones.
Deseosos, mis dedos lograron su cometido
al entrar en ella y agitar su botón;
se giró sin abrir los ojos siquiera
y apenas se montó en mí volví a hundirme en ella,
fuertemente,
¡con furia!
Alcanzando ritmos dementes,
gritando, arañando y mordiendo con fuerza,
mis manos estrujaron su cintura,
ella apretó sus labios
y gritó al mismo tiempo...
¡La explosión!
Pude sentir su calor recorrer mis piernas
y su fuerza abandonándola poco a poco.

Tras respirar por algunos segundos recobró el hálito.
- Es tarde, dijo ella entre la agitación.
- Comencemos a vestirnos ya, respondí; sin duda pronto llamarían a la puerta. La fiesta ya habría alcanzando niveles más dementes de cuando la abandonamos, nadie habrá notado nuestra ausencia.
Y mientras miraba cómo se inclinaba para colocarse la ropa interior me surgió una duda implacable, una curiosidad que no había experimentado hacía tanto tiempo, encendí otro cigarro, le di una calada profunda y se lo extendí justo cuando terminó de abrocharse el sostén.
- Y bien, pregunté, ¿cuál es tu nombre?

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