Y miré tú cara, pálida y sin expresión, ininteligible.
Por un segundo pensé que le hablaba a la tierra y no a mi
amor.
Quería arrancarte los ojos y forrarlos con flores.
Deseaba comerte las manos y cantar en tu nombre.
Pensaba que tus aires paseaban por mis cabellos, pero solo
era tu respiración.
Quieto, callado y voraz.
Jamás dejaste de mirarme, y cuando marchaste fue hacia la
luz de invierno.
Éramos tan inocentes, tan llenos de ceguera en los
estómagos.
Privados de caricias punzantes nos fuimos y regresamos,
donde siempre debimos estar.
Candados en las bocas, con llaves perdidas en el mar.
Ovejas que bailaban mientras nos odiábamos en armonía.
Olvidados nacimos, despegados y destinados a recordar lo que
fuimos.
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