Dentro de las maravillosas
cualidades que posee el Ser Humano, una de ellas, sin duda alguna, es la de la
"elección". El Hombre (entiéndase la raza), racional como es, puede
elegir miles de cosas: elegir si caminar o no, si se sienta o se queda de pie, si
habla o calla; en fin, ciertas acciones en las cuales una decisión se ve
implicada.
Pero hay algo en lo que pocas veces (por no decir en realidad que nunca) participa el raciocinio, es lo que los románticos han llamado 'enamoramiento'. Ese lapsus brutus que invade, en algún momento, a todos quienes nos hacemos llamar personas.
Pero hay algo en lo que pocas veces (por no decir en realidad que nunca) participa el raciocinio, es lo que los románticos han llamado 'enamoramiento'. Ese lapsus brutus que invade, en algún momento, a todos quienes nos hacemos llamar personas.
Querámoslo
o no estamos a la deriva, en un barco que es atacado por las olas del azar. Impetuosamente,
dando tumbos, somos víctimas de este sentimiento que no somos capaces de
comprender. Aquí, nuestra carencia de decisión se hace bien presente: dentro
del enamoramiento no se elige cuándo inicia, por qué razón, hacia quién va
dirigido y, pese a que nos duela, tampoco se elige cuándo termina. Es como el
despertar después de un intenso sueño del cual cuesta trabajo abrir los ojos,
no se sabe si se está despierto o aún sumido en letargo. Y, curiosamente,
muchas veces ni siquiera despertamos del todo.
El
enamoramiento es entonces una completa dicotomía. Es el témpano helado que
abrasa; el aire que ahoga; el agua que da sed; el latido que paraliza; la
suavidad que corta; la luz que enceguece... una espada para defender y que, sin
dudarlo, termina clavándose en nosotros mismos. El enamorado pues, se pudre mientras
se siente más vivo, respira con una intensidad que termina aplastándole los
pulmones, siente correr la sangre por su piel horadada, su corazón estalla, sus
ojos añoran una imagen y su mente dibuja una figura en cada espacio. ¡Ay, de
aquellos hipnotizados en vida! El efecto mesmérico de la ensoñación. Pobres que
se hunden en ilusiones. Flotan, aunque caerán. Y se encuentran,
contundentemente, frente al suelo. Avasallados por el poder de la realidad;
aquel monstruo cruel que devora sueños y asesina fantasías.
Pero
como el soldado herido por la flecha, que yace desangrándose poco a poco, se
sostiene del último hálito que le queda; así, el enamorado se sujeta
fuertemente de su ilusión que, con parsimonia lo llevará al mismo camino que
nuestro primer desdichado: su inminente muerte.
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